No había luna más embarrizada que la que reflejaba la ciénaga. Y cuando digo reflejar es por decir algo, pues un reflejo también sería tan imperfecto como su espejo pero siempre más limpio.
Luna ciénaga era un borrón dentro de un humedal y odiaba verse manchada de ese marrón que la estrujaba y modelaba a su antojo. No soportaba su imagen porque creía que era ella en realidad.
Por eso, un día decidió no salir evitando así la aparición de su yo deforme.
Ese día, el sol brilló tantas horas que se convirtió en un año. Un año muy largo y sin luna.
La ciénaga se secaba bajo su falta caprichosa que la dejaba a la voluntad del sol. Las grietas eran cada vez más latentes en el suelo seco. La tierra se separaba y se oían sus gritos de dolor. El sol lamentaba no poderse ir sin su relevo pero era incapaz de apagar su fuego.
Luna ciénaga en su retiro alcanzó a oír el sufrimiento de la tierra y el sol. Primero hizo ver que no le importaba. Sin embargo, no pudo soportar ser ella la causa de tanto dolor y regresó pero era tarde. Todo estaba tan yermo que no devolvía imagen alguna. Al no ver a su otro yo, al detestado, se creyó, muerta.
Lloró desconsolada tantas horas que se convirtieron en meses. A cada lágrima la tierra se ablandaba y también ella. Estaba muerta sin haber valorado una pizca de su vida.
Tanto lloró que lo mojó todo. Su corazón quedó limpio con la lluvia salada, el suelo, lleno de fango de nuevo mostró aquella mancha alunada. Era ella. Ondulada de barro, oscura, viva. Igual, pero diferente, sin saber por qué. Se miró largo rato pensando por qué ya no era igual. Y, por fin lo descubrió: Luna ciénaga sonreía.
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